Moebiana72/ Diálogos
“Todo discurso que se emparente con el capitalismo deja de lado,
amigos míos, lo que llamaremos simplemente las cosas del amor"
Nuestro tiempo se caracteriza por el imperio de la imagen y la devaluación de la palabra. Hoy hablar de amor genera más pudor que hablar de sexo. Surgen nuevos significantes para nombrar el encuentro y desencuentro con el otro: ¨Hice crasch, hice match, me ghosteó¨
Enamorarse pone en juego la castración, lo contingente y lo enigmático. ¿Qué lugar en el discurso actual para el enigma, la falta y lo contingente? ¿Qué sucede cuando en el encuentro se prescinde del cuerpo del otro?
Observo en mi clínica -más aún después de la pandemia- que la posibilidad de encontrarse físicamente muchas veces es rehusada y se opta por lo virtual. Se intercambian mensajes de voz, imágenes, video-llamadas, pero el encuentro cuerpo a cuerpo no se produce.
En nuestra época la hiper-conectividad y las redes sociales promueven una forma de amor equiparable al consumo de cualquier objeto ofertado por el mercado, que luego de ser obtenido se torna intercambiable, obsoleto y desechable. Se sustituye el valor de uso por el valor de cambio.
En esta misma lógica, el valor del otro deja de ser subjetivo. No se destaca ese rasgo distintivo que lo sitúa como excepcional y único, como la rosa del principito, sino que su valor depende del mercado. El sujeto queda despojado de las características singulares que lo diferencian de los demás y pasa a ocupar el lugar de objeto gozado.
La mercantilización del amor es un intento fallido de hacer frente a la soledad que nuestra época produce. La promesa de todo es posible y la oferta universal de para todos lo mismo, ignora lo imposible y borra las diferencias. Se evade el no-todo y la falta tan necesaria para que el deseo se ponga en causa.
Lacan sitúa el amor y la angustia en un lugar análogo, en la hiancia, entre goce y deseo. Tanto el amor como la angustia están relacionados con la castración. El discurso del psicoanálisis ubica al amor como suplencia de la no-relación sexual, que se vincula con lo imposible, con la no-proporción entre los sexos. Es necesario que haya no-relación para que la metáfora del amor acontezca.
La angustia pone en juego una pérdida que da paso a una ganancia: situar al sujeto con respecto a su deseo. No hay posibilidad de ubicarnos como deseantes si no estamos dispuestos a pagar el peaje que la angustia impone. Implica perder para ganar.
A menudo escucho en mi clínica el miedo en lugar de la angustia; miedo a involucrarse, a enamorarse y a poner en juego el deseo. El sujeto queda enredado en un sinfín de supuestos respecto al otro. Imagina que le va a decir, fantasea un encuentro que no acontece e inhibido de jugársela -por no querer perder- pierde antes de iniciar la partida del amor.
El avance de las tecno-ciencias influye en las redes sociales y apps que al igual que la moda se re-inventan. Se sirven del discurso capitalista y operan desde una política hedonista, de estandarización, con incidencia en los cuerpos y en el lazo social.
El sujeto busca colmar el vacío existencial, pero a la vez está cómodo en su soledad. Se construye un avatar o perfil para obtener los ¨me gusta¨ que le haga compañía, pero queda sumergido en un goce narcisista y autoerótico, jugando solo, pues lo hetero y lo singular se borran. Amor líquido que homogeniza los lazos, promueve la inercia e instala al sujeto en la misma serie de objetos de consumo.
La posibilidad del encuentro con lo diferente y sorpresivo es sustituída por lo indiferenciable y controlable. La falta de tolerancia a la frustración combinada con la búsqueda de un ideal de perfección, que se le exige al otro, se vuelve contra sí-mismo provocando en ocasiones soledad y retraimiento social.
El psicoanálisis desde una ética de lo singular propone una versión del amor que ¨permite al goce condescender al deseo¨. Aloja la falta para que amor, goce y deseo se anuden. Porque como decía Freud: ¨Si amas sufres¨, pero, si no amas enfermas¨.
1Lacan, J.; Conferencia de Milán, 1972.
2Lacan, J.; Seminario X: La angustia 1962-63, Paidós, Bs. As., 2006
3Freud, S., Introducción al narcisismo, Obras completas, Tomo XIV, Amorrortu, Bs. As., 1993.
Donald Draper, el protagonista de “Madmen”, serie que relata las peripecias de los publicistas neoyorkinos en la década del 60, define su concepción del amor diciendo “Ese que te cae como un rayo, y te hace salir corriendo a querer casarte y tener hijos, ese amor lo inventó alguien como yo para vender medias de nylon”.
Versión sarcástica y descarnada que ubica al amor con un invento al servicio de la circulación de los objetos a consumir. El amor entonces no hace serie, no marca un antes y un después, sino que está inventado para que el sistema pueda seguir consumiendo, y consumiéndose.
Ese rebajamiento de las variadas y variables cosas del amor a un objeto comercializable como cualquier otro, esconde y revela un proceso de mercantilización que mediante el ciclo mercancía-dinero-mercancía, fue despejado por Marx como “fetichismo de la mercancía”. Proceso cuya operación discursiva subyacente es la desmentida, en tanto encubrimiento de la relación entre el sujeto y su saber bajo la rúbrica de la creencia.
Que las cosas del amor tomen la forma mercancía y se conviertan en un objeto más, puesto a circular para la satisfacción de la circulación misma, es posible porque se ha forcluído la castración. Solo así se logra sostener la creencia en un objeto que se puede poseer sin necesidad de renunciar a nada. Proceso que en su devenir ilimitado virtualiza todo lo viviente. El mundo queda reducido a su reflejo, y confundido con éste, se sostiene la ilusión que de que lo real es igual a la realidad.
Al obturar los modos de relación que se establecen a partir de una pérdida, de una renuncia de goce (me refiero a los modos del amo, del universitario, de la histérica y del analista), todo se vuelve reintegrable al circuito, que se retroalimenta sin fin al no haber un lugar vacío, una disyunción que permita relanzar el giro.
Ese saber en fracaso, dimensión del inconsciente que se pone en juego en cada cambio de discurso, está forcluído, conformando un amor sin más ley que la circularidad de los objetos sin límite, ya que cualquiera de ellos es apto para taponar el goce del sujeto, que así, se entroniza como goce sin fin.
Si “solo el amor permite al goce condescender al deseo”, hay lugar para otro amor, ese al que llamamos transferencia y que opera en el marco del dispositivo analítico como motor (simbólico) y obstáculo (imaginario) al desarrollo del trabajo analizante.
Este amor de transferencia funciona como motor sosteniendo la condición de que amor y sexo no se recubren, que no hay saber que no sea inconsciente, es decir que no se sabe a sí mismo, sellando la imposibilidad del goce sexual, porque la satisfacción siempre resulta insuficiente frente al goce incestuoso.
Amor que no gira en redondo, sino que da cuenta de la puesta en acto de otra realidad, la realidad sexual del inconsciente, que pueda rescatar al consumidor consumido por su goce, a condescender al deseo que habita en la distancia entre lo dicho y el decir, entre el sujeto y su saber, distancia no obturada por ningún objeto, para poder ser así motor del encuentro, siempre fallido, entre ambos.
1Jacques Lacan, El Seminario, Libro X La angustia, Ed Paidós, pag 194.
¿Puede la falta de amor condicionar el tejido de la mentalidad? ¿A qué llamaríamos falta de amor? ¿A no ser queridos? ¿O más bien a la dificultad del enlace, de la ligazón de aquello que permite acomodar el goce al deseo?
Presentaciones extremadamente graves quizás nos permiten pensar el efecto de algunos desenlaces, entendiendo por desenlace no como final sino como falta de enlace de los registros.
¿Se le puede hacer lugar al amor cuando impera el goce? Claro que, dependiendo de la mentalidad en juego, este lugar puede incorporarse y atenuar lo arrasador del goce, permitiendo algún puente con el deseo o puede entrar al modo de un artefacto puesto en funcionamiento por el análisis cada vez. Armados en análisis que requieren de una apuesta sostenida por la función deseo del analista.
La conducción de análisis con presentaciones graves requiere de un trabajo fervientemente apoyado en el trípode freudiano: análisis personal, análisis de control y formalización. Suelen ser análisis que requieren de mucha paciencia y de una extrema agudeza de lectura, ya que muchas veces estamos ante terrenos muy áridos. La lectura de algunas hebras mínimas, casi insignificantes brindadas por el sujeto, sus parientes o su entorno nos permiten tirar de allí e intentar algún entramado posible. Es un trabajo minucioso.
R. llega a la consulta a sus diez u once años, solo pudiendo repetir las palabras que otro le dirige, su madre lo trae pidiendo que lo enderece, lo corrija, nadie había podido hacerlo hasta el momento. También exigía que el procedimiento se realizara con mano dura, esto surgió rápidamente en nuestra primera cita, ya que me encontró demasiado tierna, muy amorosa. Trabajamos juntos muchos años, esa demanda nunca dejó de insistir; y a pesar de que el análisis daba sus frutos, la falta de mano dura fue la razón del cambio de analista ocho o nueve años después. Durante mucho tiempo las sesiones comenzaban con, por lo menos veinte minutos de lo que luego di en llamar la "amortiguación de lo cruel". Pasábamos por el tamiz de la ternura muchos dichos descarnados que caían sobre R.; se amortiguaban y se podían entramar con lo que traía a la sesión. Se intentaba escuchar algo del gusto de algunos de sus padres mayormente y ponerlo a R. en relación a ello. La comida, los "fierros", algunos deportes y la música fueron hilos extraídos de la compleja ¿trama? familiar que nos permitió un interesante trabajo. Apostar a que sus padres se enlacen con otros en tareas de su gusto nos permitía enlazar a R. con algo de eso también. Su madre tenía otra “cosa que hacer” más allá de corregirlo a él, y su padre empezó a participar más activamente. Allí fue donde se comenzaron a producir decires que podrían ser pensados como decires de amor. Con el material traído a las sesiones se enlazaron múltiples escenas en las que R. podía (con mucha ayuda) intervenir. En una sesión a la cual llega cansado pide que le cante el arrorró. Ante mi sorpresa, mientras se va desarrollando la canción, rompe en llanto: se lo veía realmente afectado. De allí en más pidió a repetición la producción de esa escena y el padre nombró lo que allí le sucedió como "emoción". Por fin R. se emocionaba, con una canción de cuna transmitida por su abuela y puesta en danza en la escena del análisis. ¿Habrá habido allí algo del acontecimiento?
¿Cómo pasar de la cosa errónea a un niño posible?
Se hace lugar al amor cuando impera el goce a pleno ejercicio de la función deseo del analista, con una escucha avezada que permita ubicar, recortar y tironear alguna hebra amorosa en el devenir de la práctica de la charlatanería e intentar ligarla a la trama familiar. Tomando algunos intereses particulares de su madre, le pedíamos listas y con él nos encargábamos de algunas compras para dichas tareas, armando un circuito en las cercanías del consultorio que incluía a otros y también algo de la circulación del dinero. Del mismo modo, si a su padre le gustaba algún deporte, escuchar la radio, tomar mate, lo incorporábamos a nuestra sesión, averiguábamos sobre esto, etc. Todos estos circuitos R. los realizaba con una inmensa alegría y hasta parecía disfrutarlos.
Al ser construcciones injertadas tenían fecha de caducidad, podían durar desde unas semanas hasta unos meses. Debido a no haber la posibilidad mental de la incorporación, el análisis funcionaba como pegamento de esas construcciones que le permitían alguna circulación posible.
¿Ese pegamento es ligazón amorosa? ¿El análisis ofició de espacio de redistribución de goce propiciando enlaces?
Entiendo que la función deseo del analista se soportó en la transferencia del analista con el psicoanálisis mismo, permitiendo la apuesta al armado de una trama posible para que devenga algún atisbo de efecto sujeto cada vez.