< Moebiana72 / Convocatoria
El amor es un tema recurrente e inagotable en el psicoanálisis como en todas las artes. Nos entrega tanta felicidad como dolor y más de una vez resulta difícil de comprender su complejidad subjetiva; aunque no por eso vamos a negarnos a entregarnos a él, ni en la vida ni en el psicoanálisis, que en muchos momentos son casi lo mismo.
En cada época de nuestra historia se estableció una tradición “natural” sobre la palabra de amor o tal vez ella misma sea esa tradición. Los largos versos con historias de transmisión oral, la escritura de incesantes poemas, las historias de amor, las novelas, los tratados y en la música sus canciones, todos transitando un camino que posiblemente nunca termine mientras exista lenguaje. Todo aquello que esté tocado por la palabra, está afectado de innumerables modos por las investiduras del amor. Hablantes de todos los tiempos y de cualquier lugar del mundo entienden el fenómeno del amor, acaso cómo se siente y se entiende la llamada de la música. Que está ahí, directa y compleja, y que como muy pocas otras cosas, se dirige como una flecha a nuestro sujeto. Del mismo modo que el amor, el arte en su conjunto, la religión y el psicoanálisis, cada uno por su interés. No hay mucho más.
Un profundo goce hay en la música que no adquiere sentido ni lo pretende, pero casi nada puede explicar el imperioso llamado que le hace al sujeto y cómo éste siempre responde; como se responde al amor. Es cierto que el amor varía respecto al sentido, porque una de sus características es que busca el sentido, lo encuentre o no, pero no dejan de compartir ambos ese llamado íntimo e imperioso, que cautiva como los misterios de un perfume.
Nosotros tenemos algunos modos desde donde abordar al amor, algunos aforismos brillantes, el desarrollo de una lógica que ciñe bastante bien varios aspectos del amor y algunas fórmulas; todo esto bastante conocido y transitado, pero muy especialmente los psicoanalistas llevamos adelante un trabajo casi permanente sobre el amor, porque forma parte de la clínica de todos los días: es una de las hebras con la que está tejido el sujeto de la palabra.
Si hay algo que el conocimiento popular entiende, es que nadie se enamora de quien quiere. No es algo que se elige como el destino de un viaje o la fecha de un matrimonio. Esto señala casi sin necesidad de demostración, que enamorarse o amar a alguien, es un acto donde el inconsciente es un actor principal. Podemos saber quien nos gusta, pero no a quién vamos a amar. Lo inconsciente es fundamental, ahora lo veremos, aunque no es el único actor, en ese momento participa también la razón, las veleidades y estrecheces del narcisismo y las aspiraciones de la dimensión objetal del ser. Ya que nada promete más consistencia al ser, que “ser amado”. Ser objeto de amor del otro en un momento aparece como lo más importante de “ser en el mundo”. Porque tener un mundo para ser en él, es la seguridad, ilusoria pero muy convincente, de tener una serie más o menos ordenada de sentidos en los que se puede confiar. Por esto, tal vez nada de más compacidad a la existencia que el ser que otorga el amor, aunque igual sepamos lo poco que hay de ser en nuestro sujeto.
La palabra de amor es crucial, es su fundamento y es una demanda en sí misma de reciprocidad. También es cierto que se puede quedar embelesado vivamente por una imagen del otro, en eso que se dio en llamar “amor a primera vista”. Pero hay que considerar que la escena y la imagen donde suceden este tipo de flechazos, son tributarios de una sintaxis compleja. La imagen está constituida y ofrece un conjunto de significantes, signos y rasgos articulados entre sí, que se ponen en relación con el fantasma fundamental donde se estructura la sintaxis de esa imagen. Hay un lugar previamente establecido en el fantasma, que es inconsciente, que articula el privilegio de ubicar en esa mirada al objeto a como causa de deseo. Porque es en ese deseo se abre el tránsito al amor.
El encuentro amoroso no es ni fácil ni enredado, es un real. Hay quienes siempre encuentran un amor y quienes pocas veces o nunca lo hallan. Está lo real de la tyché, con el buen o mal encuentro, y está la estructura subjetiva con sus vías de facilitación e impedimentos sobre los que trabaja el análisis en el curso de cada cura.
Para que el amor sobrevenga es preciso un conjunto de condiciones, de las que voy a aislar apenas dos. Por un lado, que el amado sea portador de los rasgos que designan el lugar del fantasma fundamental que el amante tiene reservado, inconscientemente, para que se ubique en él como objeto de amor (ya no hablamos de la imagen, son rasgos únicos y singulares para cada uno, que comienzan a configurarse en la lógica edípica). Y por otro, que el amante los acepte y se entregue a ellos, para que pueda hacer una investidura libidinal del amado como una suerte de enredadera que lo envuelve con una cantidad de representaciones amorosas, de odio, de angustia y deseos, que anclan en las letras que definen la neurosis del amante. Letras que se conformaron a lo largo de la historia amorosa de cada uno, que van desde las relaciones primordiales de su constitución, como hemos dicho, hasta lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario, que va dejando cada una de las relaciones amorosas que trascurrieron a lo largo de su vida. De aquí la atinada y verificable idea, de que nadie puede entrar de un buen modo al campo del amor, si no ha sido lo suficientemente amado por su madre. Es la matriz primigenia de lo amoroso. Sin olvidar que el amor, también es uno de los nombres del padre.
La realización de la metáfora del amor, es decir cuando los dos partenaires participan activamente del mismo vínculo (no hay nada más triste que amar a quien no nos ama, o ser amado por quien nada sentimos), es cuando el amante -Erómenos- pasa al lugar del amado -Erástes- y el amado, a la inversa, pasa al lugar del amante. Este movimiento es el que crea un fuerte lazo de reciprocidad, aún con todas las dificultades que implica a la reciprocidad, en tanto sabemos que no hay intersubjetividad posible ni proporción o relación sexual. Es decir que en esto lo imaginario hace bien su trabajo.
Sabemos que amamos porque algo nos falta, irremediablemente. Y que el amor es una promesa que gira todo el tiempo en torno a esa falta. Promesa que de a ratos cumple con holgura y a veces nos muestra su más cruda sombra. A partir esta falta entendemos que el amor es tributario de la entrada en el lenguaje -para amar, entre tantas cosas, es preciso hablar de amor-, esta entrada no ocurre sino a partir de una pérdida que es simbolizada como falta. Esta falta simbólica instaura la valencia fálica, el orden de una ley sintáctica y el mundo de los significados y sentidos. En esta dialéctica de la demanda y el deseo se ingresa, en los tiempos de constitución subjetiva, por el lugar del objeto. El infante ocupa su lugar como objeto de deseo de la madre y recibe el baño de lenguaje amoroso que lo inviste de la valencia fálica. Pero para que esta entrada sea a un lenguaje articulado en discurso, es preciso dejar de ser eso falo del otro. Este es el precio y el momento lógico decisivo en que se instaura la falta simbólica. Aquí comienza el camino del sujeto habitado por un inconsciente. Dejar de ser el falo del otro primordial es el germen y su condición de posibilidad. Con la preciosa salvedad que esta pérdida fundante, es la que cada neurótico evoca y trata de solucionar a lo largo de su vida a través del amor.
Roberto Consolo
consololp@gmail.com
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